sábado, abril 15, 2006
Mi padre el inmigrante/ Vicente Gerbasi
Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo escondido en una agreste comarca del Estado Carabobo.
I
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.
II
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre,
el sudor de la frente, la mano sobre el hombro,
el llanto en la memoria,
todo queda cerrado por anillos de sombra.
Con címbalos antiguos el tiempo nos levanta.
Con címbalos, con vino, con ramos de laureles.
Mas en el alma caen acordes penumbrosos.
La pesadumbre cava con pezuñas de lobo.
Escuchad hacia adentro los ecos infinitos,
los cornos del enigma en vuestras lejanías.
En el hierro oxidado hay brillos en que el alma
desesperada cae,
y piedras que han pasado por la mano del hombre,
y arenas solitarias,
y lamentos de agua en cauces penumbrosos.
¡Reclamad, gritando hacia el abismo,
el mirar interior que hacia la muerte avanza!
En nuestras horas yacen reflejos de heliotropos,
manos apasionadas, relámpagos del sueño.
¡Venid a los desiertos y escuchad vuestra voz!
¡Venid a los desiertos y gritad a los cielos!
El corazón es una serena soledad.
Sólo el amor descansa entre dos manos,
y baja en la simiente con un rumor oscuro,
como torrente negro, como aerolito azul,
con temblor de luciérnagas volando en un espejo,
o con gritos de bestias que se rompen las venas
en las calientes noches de insomnes soledades.
Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte.
¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido
a orillas de la gran sombra!
III
Relámpago extasiado entre dos noches,
pez que nada entre nubes vespertinas,
palpitación del brillo, memoria aprisionada,
tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,
sueño frente a la sombra: eso somos.
Por el agua estancada va taciturno el día,
doblegando los juncos hacia barcas de olvido.
El alma silenciosa en las violetas tiembla.
¿No somos un secreto guardado por las horas?
Mirad cómo en el césped de la tarde
la mirada es un brillo de azahares,
cómo se esconde el ser
en el suspiro leve de las frondas.
Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.
El frío de las piedras corre por nuestra sangre.
Un susurrar de nardo desciende por los valles.
Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,
perseguido por voces y látigos y dientes.
El hombre siempre solo, con su mirada, suya,
con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.
El hombre interrogando a sus calladas sombras.
Escucha: yo te llamo desde mis soledades,
desde mis suspirantes comarcas de palmeras,
abiertas a los signos luminosos del cielo.
El viento se te enreda con nieblas siderales,
y te detiene al pie de negros abedules.
Venados de la luna van corriendo
por la antigua memoria,
y en tu silencio caen llamas del corazón.
IV
Lo que siento en mi sangre como un reloj de arena,
cerca de algún retrato, del hilo y del salero;
lo que escucho en mi sangre como un rumor del día,
cuando una mariposa de la noche
viene a besar la sombra de nuestro corazón;
lo que escucho en mi sangre como acordes de luto,
cuando todo se apaga y todo es un ayer,
con rostros, con cenizas y manos en la sombra;
lo que escucho en mi sangre como grano que cae
en la penumbra de los aposentos,
donde el espejo de hundida confidencia
destruye vanamente las máscaras del hombre:
lo que escucho en mi sangre como flautas del sol,
cuando mis hijos danzan en torno a mi existencia
como en una lejana colina de vendimias;
cuando el pensamiento transforma mis secretos
en abismos de yedras,
y reclino mi frente sobre el vino nocturno;
cuando siento mis pasos en la tierra,
y cuando digo: tierra,
y sé que estoy aquí iluminándome,
amándola y oyendo su mandato, que es el existir,
en lo que desciende en secreto hacia mi muerte:
rumor que me sostiene y me dibuja
en mi retrato antiguo,
con un halcón sobre el hombro,
en la penumbra de tus olivares:
marco de la conciencia,
enigma de viejos muros,
caída de la luz en la tristeza,
heno en la tarde, nubes de soledad,
higueras de la noche en forma de esqueletos,
mirada hacia la sombra del jaguar.
No somos habitantes de la luz.
Hay lenguas de tinieblas y signos ardorosos
danzando en torno nuestro.
Se nos cae la mirada en anillos de luto,
en juncales de miedo, en estrellas de plata.
La frente va perdida, como ráfaga fría
por la humedad nocturna de los espantapájaros.
¿Cuando sale de ti mi oscuro andar?
Atrás quedan abismos en que mis ojos caen.
El hombre es de la noche que lo sigue,
sueño que el sol defiende,
paréntesis de incierta maravilla,
imagen que derriba la tiniebla.
Aún mi madre contempla tu retrato
y en su cabello blanco se hace un lejano resplandor.
Aquí en la tierra estoy, aquí en la tierra,
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.
Y persisten los ojos, las brasas del peligro.
Y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertes familiares.
Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.
Y es lo que viene ardiendo, sonando como un trueno
sobre un niño,
desde tu vida dura, desde tu muerte sola,
tu muerte semejante a una llanura,
donde curva la noche su lentitud de estrellas,
con un rumor de cascos, de piedras, de esqueletos,
con guitarras caídas junto al corazón,
con una copla del diablo,
con el azufre del Tirano Aguirre
danzando en las colinas
y lejanos relámpagos antiguos
en un denso horizonte con sombras de diluvio,
y el viento que resuena sobre el sordo tambor
de la tierra caliente,
del agua del caimán y el venenoso diente.
Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.
V
A veces caigo en mí, como viniendo de ti,
y me recojo en una tristeza inmóvil,
como una bandera que ha olvidado el viento.
Por mis sentidos pasan ángeles del crepúsculo
y lentos me aprisionan los círculos nocturnos.
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Escucha. Yo te llamo desde un reloj de piedra,
donde caen las sombras, donde el silencio cae.
VI
El velero lustroso de la muerte
pasea tu silencio por mis mares sombríos,
entre brillos de un agua negra en ondas,
donde cantan marinos de otro tiempo,
ahogados en la noche, rendidos a las algas
que transportan las sombras.
Y siempre vienes a mí desde el olvido,
aventurero terrestre de barbas seculares.
Tus zapatos aún suenan sobre los ladrillos
y sobre las arenas de bahías desiertas,
con baúles desenterrados y monedas,
y con rocas lejanas donde los astros caen,
donde avanzan temblando las auroras,
en medio de las sombras de los fríos,
y de pinos del mar,
y signos y colores espectrales,
y las sombras de madres de barqueros,
llamando entre sus paños y sus cabellos,
y sus voces confundidas,
y sus lágrimas perdiéndose en la arena,
y gaviotas en fila, volando hacia otro mundo,
hacia distancias cárdenas y negras,
hacia un día del misterio,
donde grita el hombre a su muerte.
Te sigue un perro grande,
el perro fiel y lento de nuestra lejanía.
En tu penumbra brillan barcas abandonadas.
Con las ráfagas gimen tus hondas soledades
y entre las algas tiembla el grave amanecer.
Te alejas en tu viaje como llovizna leve,
como el rumor del mar en los caracoles.
En mi soledad guardo tus hondas soledades.
De ti vienen los días
donando en las guitarras del olvido.
Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego.
Por ti mi mano levanta el espejo que refleja la montaña.
Hacia mí venían tus huellas, tu fábula y tu clima,
y aún te veo llegar desde la muerte,
padre del remo, padre del pesado saco,
padre de la cólera y el canto.
VII
Tu aldea en la colina redonda bajo el aire del trigo,
frente al mar con pescadores en la aurora,
levantaba torres y olivos plateados.
Bajaban por el césped los almendros de la primavera,
el labrador como un profeta joven,
y la pequeña pastora con su rostro en medio de un pañuelo.
Y subía la mujer del mar con una fresca cesta de sardinas.
Era una pobreza alegre bajo el azul eterno,
con los pequeños vendedores de cerezas en las plazoletas,
con las doncellas en torno a las fuentes
movidas rumorosamente por la brisa de los castaños,
en la penumbra con chispas del herrero,
entre las canciones del carpintero,
entre los fuertes zapatos claveteados,
y en las callejuelas de gastadas piedras,
donde deambulan sombras del purgatorio.
Tu aldea iba sola bajo la luz del día,
con nogales antiguos de sombra taciturna,
a orillas del cerezo, del olmo y de la higuera.
En sus muros de piedra las horas detenían
sus secretos reflejos vespertinos,
y al alma se acercaban las flautas del poniente.
Entre el sol y sus techos volaban las palomas.
Entre el ser y el otoño pasaba la tristeza.
Tu aldea estaba sola como en la luz de un cuento,
con puentes, con gitanos y hogueras en las noches
de silenciosa nieve.
Desde el azul sereno llamaban las estrellas,
y al fuego familiar, rodeado de leyendas,
venían las navidades,
con pan y miel y vino,
con fuertes montañeses, cabreros, leñadores.
Tu aldea se acercaba a los coros del cielo,
y sus campanas iban hacia las soledades,
donde gimen los pinos en el viento del hielo,
y el tren silbaba en lontananza, hacia los túneles,
hacia las llanuras con búfalos,
hacia las ciudades olorosas a frutas, hacia los puertos,
mientras el mar daba sus brillos lunares,
más allá de las mandolinas,
donde comienzan a perderse las aves migratorias.
Y el mundo palpitaba en tu corazón.
Tú venías de una colina de la Biblia,
desde las ovejas, desde las vendimias,
padre mío, padre de trigo, padre de la pobreza.
Y de mi poesía.
VIII
Cuando tú venías, venías hacia la muerte,
porque así son nuestros pasos en los días:
hacia las montañas detenidas en los crepúsculos;
hacia las ciudades que esperan las noches con luto y alegría,
tostando el pan, preparando dramas en los aposentos,
derramando rojo vino en las penumbras;
hacia los puertos donde la barcas
dan descanso a los vagabundos;
hacia los pequeños caminos rojos,
donde nos duele el cuerpo del asno,
donde nos duelen los pies del mendigo,
donde nos duele el canto de la triste quinquina;
hacia nuestra futura vivienda,
con el susurro leve del naranjo
a cuya sombra estaremos en la mirada del hijo,
como en una hora del cielo,
del presentimiento y de la angustia.
Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,
y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.
Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados
sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías,
y las tempestades agitaban los mares de tu corazón
con truenos y estrellas caídas
en las oscuras soledades del alma,
con naufragios y voces de mujeres
perdidas en la extensión de las olas y los países.
Soñabas con fantasmales buques en la sombra,
esos que llevan banderas de luto
y viajan hacia los puertos de podridos aceites
y antiguos desperdicios.
Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte,
perseguida por brillos lunares,
como una oleaginosa superficie negra
con vuelos de lentas aves relucientes,
ahí donde los astros gotean sus azules licores,
en ese espacio del misterio devorador,
con islas iluminadas en nuestra soledad.
Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo,
a los vientos que soplan contra viejas murallas,
a la gente que vive en las oscuras minas,
a marinos que yacen bajo cruces del mar.
Tú, el viajero, el insomne, el descontento
el que levantaba las manos hacia los relámpagos,
el que veía pasar las bahías
como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón.
Sabías llegar.
Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado,
tendido en las noches calientes,
como los sacos, como los barriles,
a orilla de los grandes navíos.
Un campesino te daba una copa de aguardiente.
Y aún era la noche oscura como un tambor,
salvaje como las patas, las uñas y los dientes del tigre.
La noche, la noche llena de rumores de tamarindos,
los cocoteros movidos por una brisa
que te devolvía a otro tiempo,
al tiempo de tu aldea con campanas,
de tus mares del verano
con barracas cerca del amanecer.
Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi universal angustia.
Y de mi poesía.
IX
Dejaste en mi existencia la nostalgia del mundo.
Adoro las ventanas que tiñen los crepúsculos,
contemplo las estampas de algún campo del norte,
elevo las aldeas a nevadas del cielo
y un reno silencioso se yergue en mi silencio.
Muero contra los pinos por ráfagas heladas,
a mis manos se acercan pájaros del invierno,
y un aire de mendigo difunde coros tristes.
No sé si alguna hora de copos solitarios,
esos que a veces caen en grises cementerios,
sobre harapientas sombras, en plazas vespertinas,
me espera en algún sitio lejano de la tierra.
Por ti, que caminabas con tus ropas pesadas,
entre los esqueletos vegetales del frío,
ya vago por la orilla de un lago taciturno,
oyendo una campana de antiguos molineros.
X
¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,
cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Pasaron costas negras, arbustos inflamados,
barcas con piña, coco, bananas, chirimoyas,
sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.
Y pararon caminos, zamuros, caseríos,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.
Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,
de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,
semillas venenosas, corazones de pájaros.
Y viste la melaza correr en los trapiches.
Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,
atado a dos caballos,
Y viste la serpiente de agua retorcida,
que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.
Y anduviste de noche entre las mariposas
de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,
donde habita la fiebre de labios amarillos.
Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,
seguido por el canto del aguaitacamino,
que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.
Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.
Y grandes flores lilas, con brillos siderales,
se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.
XI
Por ti sé que el remo que regresa del horizonte,
y el hacha que al contacto del árbol
llena de resonancia el día,
y el martillo que aplasta el hierro
y lo moldea como una llama densa,
y la mano que amasa el barro, para la vivienda,
y amasa la harina para los hijos,
y para los hijos de nuestros hijos,
y el escalpelo que transmite sangre a la piedra,
elevando su suave gesto en la penumbra,
y la frente inclinada sobre la maravilla,
hacen la conclusión de la jornada.
Por ti sé que el paso de cada uno es solitario,
como un recuerdo, como un instante,
como la muerte de cada uno.
Por ti sé que el amigo es sagrado,
y que más vale un árbol con frutos
que brillantes monedas de oro.
Pero aquí estoy debatiéndome con sangre, imagen y lamento,
recogido en mi gesto como habitante que sale de la noche.
Por ti me alejo de las ruedas del lujo,
de la serpiente de oro, de la araña de cristal pulido,
de la cortina de azules mariposas.
La tierra nos reclama más cerca de sí misma,
más cerca del sueño en que la vemos.
Ráfagas solitarias se acercan a mi frente,
donde la noche mora temblando en los jazmines.
Fugaces resplandores pasan entre mis huesos,
mientras voy escuchando mis pasos en el polvo.
Avanzo, clamo, caigo, y yo mismo levanto
mi cuerpo abandonado.
Agítanse las sombras al golpe de la sangre,
con el trueno que enluta barrancos y montañas,
y en la humedad enciende cuchillos, ojos, cuerpo
y manos que socavan la soledad oscura.
Camino por escombros, recojo un niño herido
que interminablemente llama hacia las paredes.
Busco un pan, me persiguen
y mis rodillas sangran por largas madrugadas.
Padre de mis huellas,
padre de mi tristeza nocturna.
Y de mi poesía.
XII
Siempre te encuentro, oigo tu voz,
en mis horas más secretas, cuando refulgen las gemas del alma,
como heridas por la luz de los sentidos,
cuando el tiempo me convoca a los acordes del día,
y enciende en torno a mi ser flores silvestres;
cuando la noche viene impulsando colores densos por el cielo,
como batallas del paraíso o anunciaciones sagradas;
cuando el campo se lamenta en sus animales;
cuando la madre llora y sobre su cabeza
la noche derrama su pesadumbre y el querer estar a solas;
cuando siento entrar por la ventana,
a la quieta soledad de la tristeza,
el aire de los árboles cercanos.
Tu vida y tu muerte, tuyas para siempre,
como es para sí el sueño que se ahoga en un pozo perdido,
en mí se juntan y me difunden en la tierra,
en ese instante que se detiene iluminando la memoria,
igual al relámpago que enciende un horizonte sagrado,
en el momento en que el día y la noche se juntan,
plenos de profundidades de lo eterno,
en una densa agitación de oscuros caballos celestes
que se agigantan para el engendro de un poderoso enigma,
sobre las montañas, sobre las ciudades
y las frentes pensativas.
Padre de mi soledad.
Y de mi poesía.
XIII
¿Quién me llama, quién me enciende los ojos de leopardos
en la noche de los tamarindos?
Callan las guitarras el soplo misterioso de la muerte,
y las voces callan, y sólo los niños aún no pueden descansar.
Ellos son los habitantes de la noche,
cuando el silencio se difunde en las estrellas,
y el animal doméstico se mueve por los corredores,
y los pájaros nocturnos visitan la iglesia de la aldea,
por donde pasan todos los muertos,
donde moran santos ensangrentados.
Por las sombras corren caballos sin cabeza,
y las arenas de la calle van hasta el confín,
donde el espanto reúne sus animales de fuego.
Y es la noche que ampara la existencia a solas,
en el niño insomne, en el buey cansado,
en el insecto que se defiende en la hojarasca,
en la curva de las colinas, en los resplandores
de las rocas y los helechos frente a los astros,
en el misterio en que te escucho
con una vasta soledad de mi corazón.
Padre mío, padre de mis sombras.
Y de mi poesía.
XIV
Áspero cuero de tigre,
estrellada lentitud de arqueado lomo,
fuerte cabeza insomne,
dientes detenidos en la sombra.
El viento vegetal lame las peñas,
húmedas lumbres vagan por el río,
y tensos pasos hunden
las flores de la noche en la memoria.
XV
Sí, la noche sostenida en las grandes hojas espesas,
en las lianas que bajan hasta las aguas negras,
como lentas serpientes encantadas por los brujos,
en los brillos que huyen como soplos azules,
dando un temblor fugaz a las ocultas flores,
te dio el secreto antiguo de mi ardorosa tierra.
Tocaste las raíces, las piedras y las frutas,
abrazando los árboles, corriste por pantanos,
penetraste en las cuevas, heriste el armadillo,
que semeja un cruzado de bruñidas corazas,
perdido en las penumbras de la selva y el río.
Viste las madrugadas de las lluvias calientes
y oíste el murmurar de árboles y animales,
ese reclamo eterno de la tierra en la noche
que a veces llora y grita y ronca en la pantera.
Y viste el estallido de las grandes semillas,
y el nacer de la hoja y el abrir de la flor.
Y hablaste, circundado por venados atónitos:
“¡Ampárame, oh tierra maravillosa!
Yo me estaré contigo adorando tus peñas
que en las penumbras tienen rostros de nuevos dioses.
Yo vengo de los puertos, de las casas oscuras,
donde el viento de enero destruye niños pobres,
donde el pan ha dejado de ser pan para los hombres.
Yo vengo de la guerra, del llanto y de la cruz.
¡Ampárame, oh tierra maravillosa!”
XVI
Todas las colinas ondulaban hacia el sitio que buscabas.
Los árboles ondulaban, ondulaban en la soledad de tu alma,
como un recuerdo de los siglos en el viento,
como un recuerdo de las soledades del mundo,
cuando el fuego bajaba por el pecho de las montañas
y los reptiles miraban las flores sudorosas.
Ondulaban, ondulaban en el silencio de tu alma.
Ondulaban, ondulaban en el silencio de la tierra roja,
donde el hombre se esconde
para dar muerte al tímido animal.
Ondulaban, ondulaban en la atmósfera ardiente del colibrí,
que gira, y gira, y huye y gira en su vuelo tornasol.
Ondulaban, ondulaban, murmurantes,
en las anchas soledades,
donde canta la guacharaca anunciando la lluvia.
Ondulaban, ondulaban, y corrían los toros y los caballos,
espantados por el resonante viento del fuego,
hacia un desolado atardecer.
Ondulaban, ondulaban, y caían reflejos rojos
en las oscuras aguas de la selva,
donde beben la ardilla, la lapa y el tapir.
Ondulaban, ondulaban, los árboles en tu vida,
aquí, en la tierra, aquí, en tu afán,
aquí, donde algún hombre solitario,
entre carbones de árboles incendiados,
siembra la yuca y el banano,
busca el veneno en la hojarasca,
y conoce el misterio de los vegetales.
Y era un lento ondular el día,
un ondular hacia las márgenes de los ríos
con lentas barcas y caimanes en las aguas amarillas.
Un lento ondular hacia el horizonte,
donde la noche congrega a los hombres con sus guitarras,
entre sus viviendas de ennegrecida palma,
bajo el silencio solitario de las estrellas.
XVII
Ahí te acogían, y ahí estaba tu noche.
Tú venías, venías con tu vida y tus recuerdos,
con tu voz y tus pequeños papeles amarillos,
con tu alegría y tus angustias,
pero nadie sabía de dónde venías.
Sonaban las guitarras en la sombra de tu corazón,
y había aguardiente en conchas de fuertes frutas,
el aguardiente que incendia las venas
con forma de relámpago sobre un turbio galopar de caballos.
Y el joropo en el arpa te agitaba una nueva melodía,
y había una nueva tristeza para ti, y una nueva alegría.
Aquella gente era tu gente.
Un día te ibas con ella en el fragor de una guerra civil.
XVIII
Llegaba el día del agua verde,
espesa como un lienzo oscuro con flores.
El agua estancada con gérmenes de fiebre,
el agua solitaria, perdida, abandonada,
donde la garza inmóvil se mira en su tristeza.
Y era el día sin pan, el día sin respuesta.
El día de los campesinos muertos sobre la yerba reseca.
Y tu vida era de nuevo un regresar,
un regresar hacia días y noches,
hacia el sitio que buscabas en tu desesperación.
XIX
Te señalo en el mediodía de la angustia,
entre árboles y espinas y cigarras,
entre lenguas de fuego bajo el sol,
ahí donde un caballo anda por nuestra tristeza,
y cae, y muere, con los ojos abiertos hacia el cielo.
Te señalo en la soledad de danzas ilusorias,
de corrientes perdidas, de sutiles serpientes,
cuando la hora tritura sus cristales y espejos,
y las aves huyen del gran pozo de fuego,
donde estalla la fruta, la espiga, la corteza,
donde la calavera brilla sonoramente
en su amarilla frente que lamen aguas tibias,
que llaman voces roncas, ecos de las cavernas.
Y todo cae en el silencio de la tierra,
de la tierra roja con grandes hormigas rojas,
que lentamente avanzan por sus claras ciudades,
con su pesada carga de circulares hojas.
Y todo es un temblor de láminas livianas,
de mercurio caliente,
y la curva de las colinas se hace adusta,
grave, resplandeciente,
bajo el vuelo circular de los gavilanes,
lentos, casi inmóviles en la atmósfera caliente,
como sostenidos por el viento de los siglos.
Te señalo en la hora del canto de la paloma torcaz,
escondida en la extensión reverberante,
citando el toro muge en medio de nuestra lejana melancolía,
cuando nos interrogamos: «¿quién me responde ahora?»,
cuando en la vivienda de barro y palmas
la gente calla cabizbaja en el humo del tabaco,
en el sopor de su oscura pobreza
entre tinajas, cenizas y cucharas de palo.
Cuando junto a nosotros el río arrastra vegetales sombríos,
como residuos de nuestros sueños luctuosos,
en que negras barcas atraviesan luces, ondas, gritos.
Te señalo sobre la tierra, en medio de tu propia voluntad.
La hoja aceitosa y morada del tártago,
la flor amarilla y espesa del guanábano,
la fruta velluda del guamo,
la araña cobriza y lenta,
el insecto de plata y de veneno,
están aquí en tu silencio,
en tu silencio profundo como el día,
donde posan los valles
como en la reminiscencia de una leyenda.
Está aquí lo que tú querías allá entre los pastores,
cuando los deshielos daban música y espuma a los riachuelos,
y florecían las violetas y maduraban las fresas en torno tuyo,
alrededor de tu aldea con muros medioevales
y vuelo de palomas en las tardes.
Está aquí el fuego lamiendo la tierra,
el agua lamiendo las raíces,
los animales lamiendo a los animales.
Y tú estabas aquí con el sudor de tu frente,
el solitario, el vestido de paño de hilo,
el erguido en medio de la comarca de las tempestades,
el que iba gritando hacia adentro,
buscándose las manos y la frente en su existencia,
buscando el sitio donde poder decir:
«Aquí yo vivo, aquí yo soy el hombre».
Sí, tú ibas, paso a paso, con tus pies pesados,
tus pies que hacían correr los animales,
volar las aves hacia celestes puentes crepusculares.
Tú eras el que contestaba sin que nadie te llamara.
¿Quién te llamaba? ¿Acaso ibas entre fantasmas?
¿O estaba tu memoria poblada de fantasmas?
¿O huías de algo tuyo, de algo que dentro de ti aborrecías?
Insectos peludos se acercaban a tus piernas,
víboras, escorpiones, gusanos como pájaros
recién salidos del huevo,
animales con llanto, dientes con fuego.
Pero eras el que marchaba, el resistente,
mudo en la nostalgia de susurrantes olivares,
de serenas colinas con manzanos que iban hasta el atardecer,
hasta los últimos céspedes, donde una luz angélica se fuga,
moviendo brillos del paraíso en las frondas lejanas del alma.
Estabas aquí en medio del vaho caliente
que asciende de las hirvientes aguas estancadas,
del espeso limo verde con ranas
y redondas flores lilas entreabiertas,
de la fruta y de la hoja que se pudren
con huevos de insectos y reptiles.
En medio del vaho que asciende entre los juncos,
entre las lianas y las amarillas frutas de la fiebre.
En medio del vaho que humedece nuestras espaldas
nuestros hombros y nuestra frente.
En medio del vaho que aguarda la noche
para mover sus visitantes azules,
entre los ojos del leopardo y del búho.
Tú estabas aquí, solo, devorado, mudo,
con tu garrafa de aguardiente para la noche,
con tu perro y tus estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi sangre.
Y de mi poesía.
XX
Aquí la noche deja los juncales
con sangrientos reflejos,
con ondas purpurinas en penumbra
y escamas aceradas.
Un profundo combate
hiere cuerpos perdidos en la sombra.
Es un agua de olvido, jadeante,
de limpio cielo ardiente,
que descansa en relámpagos hundidos
sobre babosas ramas de tembloroso limo.
Es un agua de lentos círculos de agonía,
con ojos en el sueño,
de flor amarga abierta entre las piedras.
Es el agua de alma solitaria,
del hombre que soporta los confines,
dando a la tierra huellas, brasas del corazón,
voces a la llanura donde un demonio canta,
por donde avanza el día con humedad caliente,
con altas y sonoras geometrías
de pájaros acuáticos,
que figurando van rojas costas celestes.
En el canto lejano del turpial,
entre las flores de cercano brillo,
entre las ranas que semejan hojas
y cierran en la luz sus ojos verdes,
vaga un humo tenaz; y se oye que alguien dice:
«Las sombras incendiaron el maíz».
Y a lo lejos ulula la montaña de un dios.
Aquí el hombre ve el año
como una lenta furia de colinas,
donde el arbusto esconde su fruto y su veneno.
Aquí la vida pasa cual un turbio verano,
mientras el cielo lanza arcángeles de fuego
sobre los yerbazales,
donde el toro olfatea y resopla en la tierra,
y la escarba y se yergue como potente enigma,
que muge contra el cálido resplandor de la roca.
Aquí la luz congrega las hormigas
que llevan bajo el sol granos de oro
para dar brillo a los antiguos túmulos.
Aquí levanta el día convulsas arboledas,
reclamos funerarios,
barrancos como templos, humos lentos de tumbas.
Pasa pesado un viento de oscuros gavilanes
y en las viviendas arden
ramas de algún boscaje misterioso.
En la selva Canaima huye en un denso soplo
de tiniebla y de azufre, de pájaros negruzcos,
y cuelga de las ramas como caucho quemado,
y aprisiona a los hombres
en sus brazos quemantes de lianas malolientes,
y grita con la muerte como una araña-mona.
Ni el asno, ni el anciano, ni el niño, ni el conejo,
saben aquí el camino más leve hacia la tarde.
Aquí el hombre soporta su frente, su mirada,
sus manos incendiadas,
y entierra un gallo vivo hasta las alas,
para decapitarlo con los ojos vendados
y manchar con su sangre los muros del crepúsculo.
Así tú viste el cielo abrazado a la tierra,
en un grave misterio de rojo resplandor,
donde un jinete enlaza el toro de la muerte.
Y fuiste interrogando en silencio los días,
y una voz que salía del fuego de la tierra,
te dijo:
«Destruye tus venablos contra el sol,
haz que tu cuerpo sangre sobre la roza oscura,
y entrégate a las llamas que surgen de las huellas,
de la pira que América enciende noche y día
al pie de la visión abismal de sus héroes».
XXI
Y siempre fue un nuevo regresar,
un lento aproximarse de la noche,
un duro avanzar de la existencia,
un recobrarse a solas, un decirle a las sombras:
«Esperad, esperad al hombre.
No le rechacéis, guardadle bien, que es vuestro hijo...».
Suave lumbre de oro iluminaba tus tardes,
y árboles redondos iban basta el confín,
hacia brumas azules con reflejos ardientes,
hacia el confín del toro y la nube de fuego.
Era la tierra roja, con peñas, con tardones,
donde crece el tabaco
de blancas flores como pequeños cálices.
Dos mujeres había, dos mujeres junto al pilón.
Había brisa caliente y las dos pilaban con los mazos del pilón.
Pilaban el maíz para el pan,
como si tocaran un tambor,
un gran tambor,
en la tarde de tu inflamado corazón.
Temblaban sus pechos al golpe del pilón,
y la brisa removía sus negras y ondulantes cabelleras,
y levantaba las flores de su falda
y ellas reían, reían, entre los golpes del pilón,
reían hasta la noche,
donde los venados corren por un delirio de oro
XXII
¿Habías visto, acaso, cómo ardía la soledad de tu sangre,
en medio del ancho mundo con océanos, llanuras y montañas?
¿Cuál era tu angustia, y tu afán y tu oscuro descontento?
¿No sabías, acaso, que deambulabas en tu propio drama,
con tus harapos incendiados, huyendo a través de las sombras,
con tu boca, tus manos y tus sienes en el fuego,
en la sombra, en la soledad, en la existencia,
como aquel que se debate en su sueño anónimo y sombrío?
Había una hora en las tabernas para ti,
junto al marinero, y al beodo, y al abandonado, y al triste,
y junto a la prostituta
que lucha con su corazón y sus recuerdos,
y quiebra copas contra los muros del mundo,
y ríe y canta, y ríe en la tristeza,
y siempre ama con su extraño corazón.
Y había una hora a la sombra de un gran ceibo para ti.
Y había una hora que no era de ningún sitio para ti.
Tú eras un hijo de la tierra,
moviéndote en la tierra, en las ciudades,
en los campos, hundido en tus solitarios recuerdos,
bajo los vientos que barren los anchos arenales del crepúsculo.
XXIII
Yo vengo de esa hora que soporta la tierra,
donde estaba tu vida contra los huracanes,
frente a las puertas selladas ante las bocas mudas.
¿Acaso, lloraste a veces bajo la medianoche,
cuando las estrellas te llevaban a tu cielo?
¿Acaso te arrepentías?
¡Ah, pero tus manos podían soportar toda tu soledad,
y te daban el pan!
Y entonces miraste en los ojos de los pobres,
de los mendigos que guardan en los rincones de las ciudades.
¡Ah, los mendigos!... ¡Ellos, los mendigos!...
Tan parecidos a los viejos muros y a los santos...
XXIV
De todo tu andar de antiguo caminante,
de todo tu sufrir en desamparo,
de soportar el peso del hacha o del saco,
de asistir al herido y repartir el pan,
sólo te quedó una casa,
a cuya puerta escribiste algunas palabras de la Biblia.
Aquella casa fue mi casa.
Mi casa pintada de cal, allá en mi aldea,
escondida entre el café y el cacao.
Otras casas había, rojas, azules, verdes, amarillas,
en mi aldea, que entre árboles
jugaba con niños y caballos.
Había una plaza con cabras y almendrones de apacible sombra,
y una iglesia de donde salía un Cristo,
en una urna de cristal, cuando la Semana Santa.
Yo nací en tu casa con palabras de la Biblia,
y allí estabas callado, con tus libros,
junto a mi madre y a mis pequeños hermanos.
Allí estaban tus noches,
todavía con las estrellas de otro mundo,
y allí tu amorosa soledad, tu vida, tus recuerdos.
Y allí estaba yo como una angustia para ti,
y tu trabajo y el sudor de tu frente;
y el canto de los sapos en las sombras,
y el tinajero en el corredor de la medianoche,
y las lluvias nocturnas que nos lanzaban a un oscuro amanecer.
¡Estábamos tan cerca de los árboles, del río y la montaña!...
Yo con mi alegría donde cantaba el cristofué,
tú con tu vida dura, con golpes y nostalgias,
de pie ante los días de mi infancia.
XXV
Están en ti mis orígenes,
mis dioses, mis resinas, mis sueños.
En tu vida de ayer y en tu muerte de hoy,
en el grave silencio que te guarda
en un bosque de flores de elevados tallos
en la penumbra de la música y las luciérnagas.
Vas por comarcas de iluminadas grutas,
de reflejos violetas y de truenos azules,
sin haber interrumpido la ascensión de tu ser,
porque la muerte nos acoge en sus leyendas
y en sus graves dominios de cerezos en flor.
Ella... Ella... La que nos devuelve la memoria
doliente de la esposa, del hijo, del amigo,
y acerca los perros a las tumbas,
y agita mariposas en torno a nuestra frente,
y da suaves movimientos a los retratos en los aposentos.
Ella... Ella... La que tan ardorosamente ignoramos.
¿Cómo he de aguardarla yo en mi angustia?
¿Qué anuncian los coros que a veces oímos
más allá de las arboledas vespertinas?
¿En cuál de nuestros oscuros sobresaltos
ha estado junto a nosotros, mirándonos,
desde su ventana de frío e inolvidables pinos,
como en un espejo de sufrimientos
y de hundido son de campanas,
en ese momento en que nos miramos el rostro con indiferencia,
con recuerdos, y pensamos en el pan de todos los días?
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Tú eres ya el habitante de los reflejos y los ecos,
pero aún oigo tu voz y tu corazón y veo tu sonrisa
y tu barba blanca y tu mano fuerte.
Tu mano, que un día, tuyo, y con palabras tuyas,
de alguien se despedía desde un golfo perdido,
en ese momento en que aprendías a estar solo,
viendo los distantes navíos, los amantes en las playas,
los pescadores moviendo sus barcas hacia las olas. Eras el que sabía avanzar con su vida,
entre las cosas que están aquí,
para el hombre, para el que vive, para el que se debate.
Las cosas que están aquí sobre la tierra,
y pasan junto a nosotros para habitar en la memoria
y edificar nuestra existencia resonante.
Vienen de ti mi afán y mis palabras,
y es tu sangre la que dice con mis labios:
hierro, pan, campana, frente, piedra, flor, caballo,
casa, sartén, naranjo, césped vespertino,
romero, yerba, clavo, cayena y astromelia.
Y está aquí mi existencia con hijos en las horas,
con hijos que me llaman en las horas,
buscándose a sí mismos en las horas.
Y estoy aquí para llevarles pan,
y andar por la ciudad con mi destino,
correr entre relojes con mi angustia,
y contemplar los astros, y mirarme las uñas,
y gritar hacia adentro y hacia el mar,
y hacia la noche, y hacia mi madre,
y hacia los grandes estremecimientos del mundo.
Y estoy aquí buscando las respuestas de mi sangre
los signos solitarios que me hieren,
mis huellas que me siguen en la tierra,
mis huellas que vienen de tu vida,
padre mío, padre de mi pesadumbre.
Y de mi poesía.
XXVI
Aquí donde el caballo le da un trono al mendigo
entre los tapices cárdenos de la tarde,
aquí donde la hora sella labios malditos,
levantando humaredas, viviendas fantasmales,
aquí los gritos caen, las blasfemias, los llantos.
¿Queréis ser los arrepentidos?
Aquí ni la palabra ni el gesto nos sostienen,
y los huesos encuentran su tenebroso espejo.
Aquí sólo el misterio puede encender su lumbre
y acoger nuestro fin con brillos de azucenas.
Mirad aquí los cráneos,
las blancas calaveras que se enturbian,
las frentes bajo los días de lluvia,
las frentes rodando,
esperando las guitarras y la danza.
Se apoyan a las piedras con su reír eterno.
Miradlas. Tan parecidas a vosotros.
¿Recordáis vuestro aposento,
vuestras oscuridades, vuestras monedas,
vuestras manos ensangrentadas?
Miradlas con sus frentes de frío y de tiniebla.
Bajo la noche.
Ellas nos esperan en el temblor de la sagrada sombra,
ante el que pasa indiferente al lado del mendigo.
XXVII
Hijo desencadenado soy,
furia reconquistada,
ensoñación ante las puertas sagradas.
El resplandor ha coronado mi frente,
y la cumbre derrama sus hielos bajo el sol.
Oye mi soledad cuando te llamo
desde los precipicios.
Escucha las campanas siderales
doblando sobre las aldeas crepusculares.
XXVIII
Tú, que me lanzaste sobre la tierra y hacia la nada,
desde el círculo incendiado de tus experiencias,
desde todas las puertas cerradas,
desde la calles perdidas,
desde los perros que aúllan frente a los cadáveres,
desde los puertos que inflaman
sus alcoholes en la noche,
desde la pobreza que va huyendo por las callejuelas,
desde las mañanas, desde aquel cielo de samaritanas,
desde aquellos cerezos temblorosos,
a cuya sombra mi madre
esperó que yo viniese de ti como el sencillo regalo de un pobre;
tú, junto a ella, levantas mi sombra
en los valles de mi propio corazón.
XXIX
Arden puertas oscuras hacia el fondo
de muros solitarios,
hacia la escala antigua de Jacob.
Resbalan las maderas, los metales,
cayendo en las tinieblas como lenguas,
en la sangre que hierve,
hacia rostros oscuros,
y aquí, junto a mi alma,
se abren flores azules
en medio al resplandor.
Detrás están las llamas saliendo de la madera,
detrás están los vientos de las constelaciones.
Una espada, una espada, una espada que brilla
derriba un árbol negro.
Ahí va como un río el mármol por la noche,
y resuenan las voces
de las almas que llegan al panteón nocturno.
XXX
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
I
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.
II
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre,
el sudor de la frente, la mano sobre el hombro,
el llanto en la memoria,
todo queda cerrado por anillos de sombra.
Con címbalos antiguos el tiempo nos levanta.
Con címbalos, con vino, con ramos de laureles.
Mas en el alma caen acordes penumbrosos.
La pesadumbre cava con pezuñas de lobo.
Escuchad hacia adentro los ecos infinitos,
los cornos del enigma en vuestras lejanías.
En el hierro oxidado hay brillos en que el alma
desesperada cae,
y piedras que han pasado por la mano del hombre,
y arenas solitarias,
y lamentos de agua en cauces penumbrosos.
¡Reclamad, gritando hacia el abismo,
el mirar interior que hacia la muerte avanza!
En nuestras horas yacen reflejos de heliotropos,
manos apasionadas, relámpagos del sueño.
¡Venid a los desiertos y escuchad vuestra voz!
¡Venid a los desiertos y gritad a los cielos!
El corazón es una serena soledad.
Sólo el amor descansa entre dos manos,
y baja en la simiente con un rumor oscuro,
como torrente negro, como aerolito azul,
con temblor de luciérnagas volando en un espejo,
o con gritos de bestias que se rompen las venas
en las calientes noches de insomnes soledades.
Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte.
¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido
a orillas de la gran sombra!
III
Relámpago extasiado entre dos noches,
pez que nada entre nubes vespertinas,
palpitación del brillo, memoria aprisionada,
tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,
sueño frente a la sombra: eso somos.
Por el agua estancada va taciturno el día,
doblegando los juncos hacia barcas de olvido.
El alma silenciosa en las violetas tiembla.
¿No somos un secreto guardado por las horas?
Mirad cómo en el césped de la tarde
la mirada es un brillo de azahares,
cómo se esconde el ser
en el suspiro leve de las frondas.
Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.
El frío de las piedras corre por nuestra sangre.
Un susurrar de nardo desciende por los valles.
Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,
perseguido por voces y látigos y dientes.
El hombre siempre solo, con su mirada, suya,
con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.
El hombre interrogando a sus calladas sombras.
Escucha: yo te llamo desde mis soledades,
desde mis suspirantes comarcas de palmeras,
abiertas a los signos luminosos del cielo.
El viento se te enreda con nieblas siderales,
y te detiene al pie de negros abedules.
Venados de la luna van corriendo
por la antigua memoria,
y en tu silencio caen llamas del corazón.
IV
Lo que siento en mi sangre como un reloj de arena,
cerca de algún retrato, del hilo y del salero;
lo que escucho en mi sangre como un rumor del día,
cuando una mariposa de la noche
viene a besar la sombra de nuestro corazón;
lo que escucho en mi sangre como acordes de luto,
cuando todo se apaga y todo es un ayer,
con rostros, con cenizas y manos en la sombra;
lo que escucho en mi sangre como grano que cae
en la penumbra de los aposentos,
donde el espejo de hundida confidencia
destruye vanamente las máscaras del hombre:
lo que escucho en mi sangre como flautas del sol,
cuando mis hijos danzan en torno a mi existencia
como en una lejana colina de vendimias;
cuando el pensamiento transforma mis secretos
en abismos de yedras,
y reclino mi frente sobre el vino nocturno;
cuando siento mis pasos en la tierra,
y cuando digo: tierra,
y sé que estoy aquí iluminándome,
amándola y oyendo su mandato, que es el existir,
en lo que desciende en secreto hacia mi muerte:
rumor que me sostiene y me dibuja
en mi retrato antiguo,
con un halcón sobre el hombro,
en la penumbra de tus olivares:
marco de la conciencia,
enigma de viejos muros,
caída de la luz en la tristeza,
heno en la tarde, nubes de soledad,
higueras de la noche en forma de esqueletos,
mirada hacia la sombra del jaguar.
No somos habitantes de la luz.
Hay lenguas de tinieblas y signos ardorosos
danzando en torno nuestro.
Se nos cae la mirada en anillos de luto,
en juncales de miedo, en estrellas de plata.
La frente va perdida, como ráfaga fría
por la humedad nocturna de los espantapájaros.
¿Cuando sale de ti mi oscuro andar?
Atrás quedan abismos en que mis ojos caen.
El hombre es de la noche que lo sigue,
sueño que el sol defiende,
paréntesis de incierta maravilla,
imagen que derriba la tiniebla.
Aún mi madre contempla tu retrato
y en su cabello blanco se hace un lejano resplandor.
Aquí en la tierra estoy, aquí en la tierra,
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.
Y persisten los ojos, las brasas del peligro.
Y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertes familiares.
Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.
Y es lo que viene ardiendo, sonando como un trueno
sobre un niño,
desde tu vida dura, desde tu muerte sola,
tu muerte semejante a una llanura,
donde curva la noche su lentitud de estrellas,
con un rumor de cascos, de piedras, de esqueletos,
con guitarras caídas junto al corazón,
con una copla del diablo,
con el azufre del Tirano Aguirre
danzando en las colinas
y lejanos relámpagos antiguos
en un denso horizonte con sombras de diluvio,
y el viento que resuena sobre el sordo tambor
de la tierra caliente,
del agua del caimán y el venenoso diente.
Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.
V
A veces caigo en mí, como viniendo de ti,
y me recojo en una tristeza inmóvil,
como una bandera que ha olvidado el viento.
Por mis sentidos pasan ángeles del crepúsculo
y lentos me aprisionan los círculos nocturnos.
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Escucha. Yo te llamo desde un reloj de piedra,
donde caen las sombras, donde el silencio cae.
VI
El velero lustroso de la muerte
pasea tu silencio por mis mares sombríos,
entre brillos de un agua negra en ondas,
donde cantan marinos de otro tiempo,
ahogados en la noche, rendidos a las algas
que transportan las sombras.
Y siempre vienes a mí desde el olvido,
aventurero terrestre de barbas seculares.
Tus zapatos aún suenan sobre los ladrillos
y sobre las arenas de bahías desiertas,
con baúles desenterrados y monedas,
y con rocas lejanas donde los astros caen,
donde avanzan temblando las auroras,
en medio de las sombras de los fríos,
y de pinos del mar,
y signos y colores espectrales,
y las sombras de madres de barqueros,
llamando entre sus paños y sus cabellos,
y sus voces confundidas,
y sus lágrimas perdiéndose en la arena,
y gaviotas en fila, volando hacia otro mundo,
hacia distancias cárdenas y negras,
hacia un día del misterio,
donde grita el hombre a su muerte.
Te sigue un perro grande,
el perro fiel y lento de nuestra lejanía.
En tu penumbra brillan barcas abandonadas.
Con las ráfagas gimen tus hondas soledades
y entre las algas tiembla el grave amanecer.
Te alejas en tu viaje como llovizna leve,
como el rumor del mar en los caracoles.
En mi soledad guardo tus hondas soledades.
De ti vienen los días
donando en las guitarras del olvido.
Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego.
Por ti mi mano levanta el espejo que refleja la montaña.
Hacia mí venían tus huellas, tu fábula y tu clima,
y aún te veo llegar desde la muerte,
padre del remo, padre del pesado saco,
padre de la cólera y el canto.
VII
Tu aldea en la colina redonda bajo el aire del trigo,
frente al mar con pescadores en la aurora,
levantaba torres y olivos plateados.
Bajaban por el césped los almendros de la primavera,
el labrador como un profeta joven,
y la pequeña pastora con su rostro en medio de un pañuelo.
Y subía la mujer del mar con una fresca cesta de sardinas.
Era una pobreza alegre bajo el azul eterno,
con los pequeños vendedores de cerezas en las plazoletas,
con las doncellas en torno a las fuentes
movidas rumorosamente por la brisa de los castaños,
en la penumbra con chispas del herrero,
entre las canciones del carpintero,
entre los fuertes zapatos claveteados,
y en las callejuelas de gastadas piedras,
donde deambulan sombras del purgatorio.
Tu aldea iba sola bajo la luz del día,
con nogales antiguos de sombra taciturna,
a orillas del cerezo, del olmo y de la higuera.
En sus muros de piedra las horas detenían
sus secretos reflejos vespertinos,
y al alma se acercaban las flautas del poniente.
Entre el sol y sus techos volaban las palomas.
Entre el ser y el otoño pasaba la tristeza.
Tu aldea estaba sola como en la luz de un cuento,
con puentes, con gitanos y hogueras en las noches
de silenciosa nieve.
Desde el azul sereno llamaban las estrellas,
y al fuego familiar, rodeado de leyendas,
venían las navidades,
con pan y miel y vino,
con fuertes montañeses, cabreros, leñadores.
Tu aldea se acercaba a los coros del cielo,
y sus campanas iban hacia las soledades,
donde gimen los pinos en el viento del hielo,
y el tren silbaba en lontananza, hacia los túneles,
hacia las llanuras con búfalos,
hacia las ciudades olorosas a frutas, hacia los puertos,
mientras el mar daba sus brillos lunares,
más allá de las mandolinas,
donde comienzan a perderse las aves migratorias.
Y el mundo palpitaba en tu corazón.
Tú venías de una colina de la Biblia,
desde las ovejas, desde las vendimias,
padre mío, padre de trigo, padre de la pobreza.
Y de mi poesía.
VIII
Cuando tú venías, venías hacia la muerte,
porque así son nuestros pasos en los días:
hacia las montañas detenidas en los crepúsculos;
hacia las ciudades que esperan las noches con luto y alegría,
tostando el pan, preparando dramas en los aposentos,
derramando rojo vino en las penumbras;
hacia los puertos donde la barcas
dan descanso a los vagabundos;
hacia los pequeños caminos rojos,
donde nos duele el cuerpo del asno,
donde nos duelen los pies del mendigo,
donde nos duele el canto de la triste quinquina;
hacia nuestra futura vivienda,
con el susurro leve del naranjo
a cuya sombra estaremos en la mirada del hijo,
como en una hora del cielo,
del presentimiento y de la angustia.
Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,
y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.
Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados
sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías,
y las tempestades agitaban los mares de tu corazón
con truenos y estrellas caídas
en las oscuras soledades del alma,
con naufragios y voces de mujeres
perdidas en la extensión de las olas y los países.
Soñabas con fantasmales buques en la sombra,
esos que llevan banderas de luto
y viajan hacia los puertos de podridos aceites
y antiguos desperdicios.
Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte,
perseguida por brillos lunares,
como una oleaginosa superficie negra
con vuelos de lentas aves relucientes,
ahí donde los astros gotean sus azules licores,
en ese espacio del misterio devorador,
con islas iluminadas en nuestra soledad.
Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo,
a los vientos que soplan contra viejas murallas,
a la gente que vive en las oscuras minas,
a marinos que yacen bajo cruces del mar.
Tú, el viajero, el insomne, el descontento
el que levantaba las manos hacia los relámpagos,
el que veía pasar las bahías
como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón.
Sabías llegar.
Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado,
tendido en las noches calientes,
como los sacos, como los barriles,
a orilla de los grandes navíos.
Un campesino te daba una copa de aguardiente.
Y aún era la noche oscura como un tambor,
salvaje como las patas, las uñas y los dientes del tigre.
La noche, la noche llena de rumores de tamarindos,
los cocoteros movidos por una brisa
que te devolvía a otro tiempo,
al tiempo de tu aldea con campanas,
de tus mares del verano
con barracas cerca del amanecer.
Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi universal angustia.
Y de mi poesía.
IX
Dejaste en mi existencia la nostalgia del mundo.
Adoro las ventanas que tiñen los crepúsculos,
contemplo las estampas de algún campo del norte,
elevo las aldeas a nevadas del cielo
y un reno silencioso se yergue en mi silencio.
Muero contra los pinos por ráfagas heladas,
a mis manos se acercan pájaros del invierno,
y un aire de mendigo difunde coros tristes.
No sé si alguna hora de copos solitarios,
esos que a veces caen en grises cementerios,
sobre harapientas sombras, en plazas vespertinas,
me espera en algún sitio lejano de la tierra.
Por ti, que caminabas con tus ropas pesadas,
entre los esqueletos vegetales del frío,
ya vago por la orilla de un lago taciturno,
oyendo una campana de antiguos molineros.
X
¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,
cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Pasaron costas negras, arbustos inflamados,
barcas con piña, coco, bananas, chirimoyas,
sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.
Y pararon caminos, zamuros, caseríos,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.
Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,
de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,
semillas venenosas, corazones de pájaros.
Y viste la melaza correr en los trapiches.
Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,
atado a dos caballos,
Y viste la serpiente de agua retorcida,
que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.
Y anduviste de noche entre las mariposas
de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,
donde habita la fiebre de labios amarillos.
Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,
seguido por el canto del aguaitacamino,
que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.
Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.
Y grandes flores lilas, con brillos siderales,
se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.
XI
Por ti sé que el remo que regresa del horizonte,
y el hacha que al contacto del árbol
llena de resonancia el día,
y el martillo que aplasta el hierro
y lo moldea como una llama densa,
y la mano que amasa el barro, para la vivienda,
y amasa la harina para los hijos,
y para los hijos de nuestros hijos,
y el escalpelo que transmite sangre a la piedra,
elevando su suave gesto en la penumbra,
y la frente inclinada sobre la maravilla,
hacen la conclusión de la jornada.
Por ti sé que el paso de cada uno es solitario,
como un recuerdo, como un instante,
como la muerte de cada uno.
Por ti sé que el amigo es sagrado,
y que más vale un árbol con frutos
que brillantes monedas de oro.
Pero aquí estoy debatiéndome con sangre, imagen y lamento,
recogido en mi gesto como habitante que sale de la noche.
Por ti me alejo de las ruedas del lujo,
de la serpiente de oro, de la araña de cristal pulido,
de la cortina de azules mariposas.
La tierra nos reclama más cerca de sí misma,
más cerca del sueño en que la vemos.
Ráfagas solitarias se acercan a mi frente,
donde la noche mora temblando en los jazmines.
Fugaces resplandores pasan entre mis huesos,
mientras voy escuchando mis pasos en el polvo.
Avanzo, clamo, caigo, y yo mismo levanto
mi cuerpo abandonado.
Agítanse las sombras al golpe de la sangre,
con el trueno que enluta barrancos y montañas,
y en la humedad enciende cuchillos, ojos, cuerpo
y manos que socavan la soledad oscura.
Camino por escombros, recojo un niño herido
que interminablemente llama hacia las paredes.
Busco un pan, me persiguen
y mis rodillas sangran por largas madrugadas.
Padre de mis huellas,
padre de mi tristeza nocturna.
Y de mi poesía.
XII
Siempre te encuentro, oigo tu voz,
en mis horas más secretas, cuando refulgen las gemas del alma,
como heridas por la luz de los sentidos,
cuando el tiempo me convoca a los acordes del día,
y enciende en torno a mi ser flores silvestres;
cuando la noche viene impulsando colores densos por el cielo,
como batallas del paraíso o anunciaciones sagradas;
cuando el campo se lamenta en sus animales;
cuando la madre llora y sobre su cabeza
la noche derrama su pesadumbre y el querer estar a solas;
cuando siento entrar por la ventana,
a la quieta soledad de la tristeza,
el aire de los árboles cercanos.
Tu vida y tu muerte, tuyas para siempre,
como es para sí el sueño que se ahoga en un pozo perdido,
en mí se juntan y me difunden en la tierra,
en ese instante que se detiene iluminando la memoria,
igual al relámpago que enciende un horizonte sagrado,
en el momento en que el día y la noche se juntan,
plenos de profundidades de lo eterno,
en una densa agitación de oscuros caballos celestes
que se agigantan para el engendro de un poderoso enigma,
sobre las montañas, sobre las ciudades
y las frentes pensativas.
Padre de mi soledad.
Y de mi poesía.
XIII
¿Quién me llama, quién me enciende los ojos de leopardos
en la noche de los tamarindos?
Callan las guitarras el soplo misterioso de la muerte,
y las voces callan, y sólo los niños aún no pueden descansar.
Ellos son los habitantes de la noche,
cuando el silencio se difunde en las estrellas,
y el animal doméstico se mueve por los corredores,
y los pájaros nocturnos visitan la iglesia de la aldea,
por donde pasan todos los muertos,
donde moran santos ensangrentados.
Por las sombras corren caballos sin cabeza,
y las arenas de la calle van hasta el confín,
donde el espanto reúne sus animales de fuego.
Y es la noche que ampara la existencia a solas,
en el niño insomne, en el buey cansado,
en el insecto que se defiende en la hojarasca,
en la curva de las colinas, en los resplandores
de las rocas y los helechos frente a los astros,
en el misterio en que te escucho
con una vasta soledad de mi corazón.
Padre mío, padre de mis sombras.
Y de mi poesía.
XIV
Áspero cuero de tigre,
estrellada lentitud de arqueado lomo,
fuerte cabeza insomne,
dientes detenidos en la sombra.
El viento vegetal lame las peñas,
húmedas lumbres vagan por el río,
y tensos pasos hunden
las flores de la noche en la memoria.
XV
Sí, la noche sostenida en las grandes hojas espesas,
en las lianas que bajan hasta las aguas negras,
como lentas serpientes encantadas por los brujos,
en los brillos que huyen como soplos azules,
dando un temblor fugaz a las ocultas flores,
te dio el secreto antiguo de mi ardorosa tierra.
Tocaste las raíces, las piedras y las frutas,
abrazando los árboles, corriste por pantanos,
penetraste en las cuevas, heriste el armadillo,
que semeja un cruzado de bruñidas corazas,
perdido en las penumbras de la selva y el río.
Viste las madrugadas de las lluvias calientes
y oíste el murmurar de árboles y animales,
ese reclamo eterno de la tierra en la noche
que a veces llora y grita y ronca en la pantera.
Y viste el estallido de las grandes semillas,
y el nacer de la hoja y el abrir de la flor.
Y hablaste, circundado por venados atónitos:
“¡Ampárame, oh tierra maravillosa!
Yo me estaré contigo adorando tus peñas
que en las penumbras tienen rostros de nuevos dioses.
Yo vengo de los puertos, de las casas oscuras,
donde el viento de enero destruye niños pobres,
donde el pan ha dejado de ser pan para los hombres.
Yo vengo de la guerra, del llanto y de la cruz.
¡Ampárame, oh tierra maravillosa!”
XVI
Todas las colinas ondulaban hacia el sitio que buscabas.
Los árboles ondulaban, ondulaban en la soledad de tu alma,
como un recuerdo de los siglos en el viento,
como un recuerdo de las soledades del mundo,
cuando el fuego bajaba por el pecho de las montañas
y los reptiles miraban las flores sudorosas.
Ondulaban, ondulaban en el silencio de tu alma.
Ondulaban, ondulaban en el silencio de la tierra roja,
donde el hombre se esconde
para dar muerte al tímido animal.
Ondulaban, ondulaban en la atmósfera ardiente del colibrí,
que gira, y gira, y huye y gira en su vuelo tornasol.
Ondulaban, ondulaban, murmurantes,
en las anchas soledades,
donde canta la guacharaca anunciando la lluvia.
Ondulaban, ondulaban, y corrían los toros y los caballos,
espantados por el resonante viento del fuego,
hacia un desolado atardecer.
Ondulaban, ondulaban, y caían reflejos rojos
en las oscuras aguas de la selva,
donde beben la ardilla, la lapa y el tapir.
Ondulaban, ondulaban, los árboles en tu vida,
aquí, en la tierra, aquí, en tu afán,
aquí, donde algún hombre solitario,
entre carbones de árboles incendiados,
siembra la yuca y el banano,
busca el veneno en la hojarasca,
y conoce el misterio de los vegetales.
Y era un lento ondular el día,
un ondular hacia las márgenes de los ríos
con lentas barcas y caimanes en las aguas amarillas.
Un lento ondular hacia el horizonte,
donde la noche congrega a los hombres con sus guitarras,
entre sus viviendas de ennegrecida palma,
bajo el silencio solitario de las estrellas.
XVII
Ahí te acogían, y ahí estaba tu noche.
Tú venías, venías con tu vida y tus recuerdos,
con tu voz y tus pequeños papeles amarillos,
con tu alegría y tus angustias,
pero nadie sabía de dónde venías.
Sonaban las guitarras en la sombra de tu corazón,
y había aguardiente en conchas de fuertes frutas,
el aguardiente que incendia las venas
con forma de relámpago sobre un turbio galopar de caballos.
Y el joropo en el arpa te agitaba una nueva melodía,
y había una nueva tristeza para ti, y una nueva alegría.
Aquella gente era tu gente.
Un día te ibas con ella en el fragor de una guerra civil.
XVIII
Llegaba el día del agua verde,
espesa como un lienzo oscuro con flores.
El agua estancada con gérmenes de fiebre,
el agua solitaria, perdida, abandonada,
donde la garza inmóvil se mira en su tristeza.
Y era el día sin pan, el día sin respuesta.
El día de los campesinos muertos sobre la yerba reseca.
Y tu vida era de nuevo un regresar,
un regresar hacia días y noches,
hacia el sitio que buscabas en tu desesperación.
XIX
Te señalo en el mediodía de la angustia,
entre árboles y espinas y cigarras,
entre lenguas de fuego bajo el sol,
ahí donde un caballo anda por nuestra tristeza,
y cae, y muere, con los ojos abiertos hacia el cielo.
Te señalo en la soledad de danzas ilusorias,
de corrientes perdidas, de sutiles serpientes,
cuando la hora tritura sus cristales y espejos,
y las aves huyen del gran pozo de fuego,
donde estalla la fruta, la espiga, la corteza,
donde la calavera brilla sonoramente
en su amarilla frente que lamen aguas tibias,
que llaman voces roncas, ecos de las cavernas.
Y todo cae en el silencio de la tierra,
de la tierra roja con grandes hormigas rojas,
que lentamente avanzan por sus claras ciudades,
con su pesada carga de circulares hojas.
Y todo es un temblor de láminas livianas,
de mercurio caliente,
y la curva de las colinas se hace adusta,
grave, resplandeciente,
bajo el vuelo circular de los gavilanes,
lentos, casi inmóviles en la atmósfera caliente,
como sostenidos por el viento de los siglos.
Te señalo en la hora del canto de la paloma torcaz,
escondida en la extensión reverberante,
citando el toro muge en medio de nuestra lejana melancolía,
cuando nos interrogamos: «¿quién me responde ahora?»,
cuando en la vivienda de barro y palmas
la gente calla cabizbaja en el humo del tabaco,
en el sopor de su oscura pobreza
entre tinajas, cenizas y cucharas de palo.
Cuando junto a nosotros el río arrastra vegetales sombríos,
como residuos de nuestros sueños luctuosos,
en que negras barcas atraviesan luces, ondas, gritos.
Te señalo sobre la tierra, en medio de tu propia voluntad.
La hoja aceitosa y morada del tártago,
la flor amarilla y espesa del guanábano,
la fruta velluda del guamo,
la araña cobriza y lenta,
el insecto de plata y de veneno,
están aquí en tu silencio,
en tu silencio profundo como el día,
donde posan los valles
como en la reminiscencia de una leyenda.
Está aquí lo que tú querías allá entre los pastores,
cuando los deshielos daban música y espuma a los riachuelos,
y florecían las violetas y maduraban las fresas en torno tuyo,
alrededor de tu aldea con muros medioevales
y vuelo de palomas en las tardes.
Está aquí el fuego lamiendo la tierra,
el agua lamiendo las raíces,
los animales lamiendo a los animales.
Y tú estabas aquí con el sudor de tu frente,
el solitario, el vestido de paño de hilo,
el erguido en medio de la comarca de las tempestades,
el que iba gritando hacia adentro,
buscándose las manos y la frente en su existencia,
buscando el sitio donde poder decir:
«Aquí yo vivo, aquí yo soy el hombre».
Sí, tú ibas, paso a paso, con tus pies pesados,
tus pies que hacían correr los animales,
volar las aves hacia celestes puentes crepusculares.
Tú eras el que contestaba sin que nadie te llamara.
¿Quién te llamaba? ¿Acaso ibas entre fantasmas?
¿O estaba tu memoria poblada de fantasmas?
¿O huías de algo tuyo, de algo que dentro de ti aborrecías?
Insectos peludos se acercaban a tus piernas,
víboras, escorpiones, gusanos como pájaros
recién salidos del huevo,
animales con llanto, dientes con fuego.
Pero eras el que marchaba, el resistente,
mudo en la nostalgia de susurrantes olivares,
de serenas colinas con manzanos que iban hasta el atardecer,
hasta los últimos céspedes, donde una luz angélica se fuga,
moviendo brillos del paraíso en las frondas lejanas del alma.
Estabas aquí en medio del vaho caliente
que asciende de las hirvientes aguas estancadas,
del espeso limo verde con ranas
y redondas flores lilas entreabiertas,
de la fruta y de la hoja que se pudren
con huevos de insectos y reptiles.
En medio del vaho que asciende entre los juncos,
entre las lianas y las amarillas frutas de la fiebre.
En medio del vaho que humedece nuestras espaldas
nuestros hombros y nuestra frente.
En medio del vaho que aguarda la noche
para mover sus visitantes azules,
entre los ojos del leopardo y del búho.
Tú estabas aquí, solo, devorado, mudo,
con tu garrafa de aguardiente para la noche,
con tu perro y tus estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi sangre.
Y de mi poesía.
XX
Aquí la noche deja los juncales
con sangrientos reflejos,
con ondas purpurinas en penumbra
y escamas aceradas.
Un profundo combate
hiere cuerpos perdidos en la sombra.
Es un agua de olvido, jadeante,
de limpio cielo ardiente,
que descansa en relámpagos hundidos
sobre babosas ramas de tembloroso limo.
Es un agua de lentos círculos de agonía,
con ojos en el sueño,
de flor amarga abierta entre las piedras.
Es el agua de alma solitaria,
del hombre que soporta los confines,
dando a la tierra huellas, brasas del corazón,
voces a la llanura donde un demonio canta,
por donde avanza el día con humedad caliente,
con altas y sonoras geometrías
de pájaros acuáticos,
que figurando van rojas costas celestes.
En el canto lejano del turpial,
entre las flores de cercano brillo,
entre las ranas que semejan hojas
y cierran en la luz sus ojos verdes,
vaga un humo tenaz; y se oye que alguien dice:
«Las sombras incendiaron el maíz».
Y a lo lejos ulula la montaña de un dios.
Aquí el hombre ve el año
como una lenta furia de colinas,
donde el arbusto esconde su fruto y su veneno.
Aquí la vida pasa cual un turbio verano,
mientras el cielo lanza arcángeles de fuego
sobre los yerbazales,
donde el toro olfatea y resopla en la tierra,
y la escarba y se yergue como potente enigma,
que muge contra el cálido resplandor de la roca.
Aquí la luz congrega las hormigas
que llevan bajo el sol granos de oro
para dar brillo a los antiguos túmulos.
Aquí levanta el día convulsas arboledas,
reclamos funerarios,
barrancos como templos, humos lentos de tumbas.
Pasa pesado un viento de oscuros gavilanes
y en las viviendas arden
ramas de algún boscaje misterioso.
En la selva Canaima huye en un denso soplo
de tiniebla y de azufre, de pájaros negruzcos,
y cuelga de las ramas como caucho quemado,
y aprisiona a los hombres
en sus brazos quemantes de lianas malolientes,
y grita con la muerte como una araña-mona.
Ni el asno, ni el anciano, ni el niño, ni el conejo,
saben aquí el camino más leve hacia la tarde.
Aquí el hombre soporta su frente, su mirada,
sus manos incendiadas,
y entierra un gallo vivo hasta las alas,
para decapitarlo con los ojos vendados
y manchar con su sangre los muros del crepúsculo.
Así tú viste el cielo abrazado a la tierra,
en un grave misterio de rojo resplandor,
donde un jinete enlaza el toro de la muerte.
Y fuiste interrogando en silencio los días,
y una voz que salía del fuego de la tierra,
te dijo:
«Destruye tus venablos contra el sol,
haz que tu cuerpo sangre sobre la roza oscura,
y entrégate a las llamas que surgen de las huellas,
de la pira que América enciende noche y día
al pie de la visión abismal de sus héroes».
XXI
Y siempre fue un nuevo regresar,
un lento aproximarse de la noche,
un duro avanzar de la existencia,
un recobrarse a solas, un decirle a las sombras:
«Esperad, esperad al hombre.
No le rechacéis, guardadle bien, que es vuestro hijo...».
Suave lumbre de oro iluminaba tus tardes,
y árboles redondos iban basta el confín,
hacia brumas azules con reflejos ardientes,
hacia el confín del toro y la nube de fuego.
Era la tierra roja, con peñas, con tardones,
donde crece el tabaco
de blancas flores como pequeños cálices.
Dos mujeres había, dos mujeres junto al pilón.
Había brisa caliente y las dos pilaban con los mazos del pilón.
Pilaban el maíz para el pan,
como si tocaran un tambor,
un gran tambor,
en la tarde de tu inflamado corazón.
Temblaban sus pechos al golpe del pilón,
y la brisa removía sus negras y ondulantes cabelleras,
y levantaba las flores de su falda
y ellas reían, reían, entre los golpes del pilón,
reían hasta la noche,
donde los venados corren por un delirio de oro
XXII
¿Habías visto, acaso, cómo ardía la soledad de tu sangre,
en medio del ancho mundo con océanos, llanuras y montañas?
¿Cuál era tu angustia, y tu afán y tu oscuro descontento?
¿No sabías, acaso, que deambulabas en tu propio drama,
con tus harapos incendiados, huyendo a través de las sombras,
con tu boca, tus manos y tus sienes en el fuego,
en la sombra, en la soledad, en la existencia,
como aquel que se debate en su sueño anónimo y sombrío?
Había una hora en las tabernas para ti,
junto al marinero, y al beodo, y al abandonado, y al triste,
y junto a la prostituta
que lucha con su corazón y sus recuerdos,
y quiebra copas contra los muros del mundo,
y ríe y canta, y ríe en la tristeza,
y siempre ama con su extraño corazón.
Y había una hora a la sombra de un gran ceibo para ti.
Y había una hora que no era de ningún sitio para ti.
Tú eras un hijo de la tierra,
moviéndote en la tierra, en las ciudades,
en los campos, hundido en tus solitarios recuerdos,
bajo los vientos que barren los anchos arenales del crepúsculo.
XXIII
Yo vengo de esa hora que soporta la tierra,
donde estaba tu vida contra los huracanes,
frente a las puertas selladas ante las bocas mudas.
¿Acaso, lloraste a veces bajo la medianoche,
cuando las estrellas te llevaban a tu cielo?
¿Acaso te arrepentías?
¡Ah, pero tus manos podían soportar toda tu soledad,
y te daban el pan!
Y entonces miraste en los ojos de los pobres,
de los mendigos que guardan en los rincones de las ciudades.
¡Ah, los mendigos!... ¡Ellos, los mendigos!...
Tan parecidos a los viejos muros y a los santos...
XXIV
De todo tu andar de antiguo caminante,
de todo tu sufrir en desamparo,
de soportar el peso del hacha o del saco,
de asistir al herido y repartir el pan,
sólo te quedó una casa,
a cuya puerta escribiste algunas palabras de la Biblia.
Aquella casa fue mi casa.
Mi casa pintada de cal, allá en mi aldea,
escondida entre el café y el cacao.
Otras casas había, rojas, azules, verdes, amarillas,
en mi aldea, que entre árboles
jugaba con niños y caballos.
Había una plaza con cabras y almendrones de apacible sombra,
y una iglesia de donde salía un Cristo,
en una urna de cristal, cuando la Semana Santa.
Yo nací en tu casa con palabras de la Biblia,
y allí estabas callado, con tus libros,
junto a mi madre y a mis pequeños hermanos.
Allí estaban tus noches,
todavía con las estrellas de otro mundo,
y allí tu amorosa soledad, tu vida, tus recuerdos.
Y allí estaba yo como una angustia para ti,
y tu trabajo y el sudor de tu frente;
y el canto de los sapos en las sombras,
y el tinajero en el corredor de la medianoche,
y las lluvias nocturnas que nos lanzaban a un oscuro amanecer.
¡Estábamos tan cerca de los árboles, del río y la montaña!...
Yo con mi alegría donde cantaba el cristofué,
tú con tu vida dura, con golpes y nostalgias,
de pie ante los días de mi infancia.
XXV
Están en ti mis orígenes,
mis dioses, mis resinas, mis sueños.
En tu vida de ayer y en tu muerte de hoy,
en el grave silencio que te guarda
en un bosque de flores de elevados tallos
en la penumbra de la música y las luciérnagas.
Vas por comarcas de iluminadas grutas,
de reflejos violetas y de truenos azules,
sin haber interrumpido la ascensión de tu ser,
porque la muerte nos acoge en sus leyendas
y en sus graves dominios de cerezos en flor.
Ella... Ella... La que nos devuelve la memoria
doliente de la esposa, del hijo, del amigo,
y acerca los perros a las tumbas,
y agita mariposas en torno a nuestra frente,
y da suaves movimientos a los retratos en los aposentos.
Ella... Ella... La que tan ardorosamente ignoramos.
¿Cómo he de aguardarla yo en mi angustia?
¿Qué anuncian los coros que a veces oímos
más allá de las arboledas vespertinas?
¿En cuál de nuestros oscuros sobresaltos
ha estado junto a nosotros, mirándonos,
desde su ventana de frío e inolvidables pinos,
como en un espejo de sufrimientos
y de hundido son de campanas,
en ese momento en que nos miramos el rostro con indiferencia,
con recuerdos, y pensamos en el pan de todos los días?
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Tú eres ya el habitante de los reflejos y los ecos,
pero aún oigo tu voz y tu corazón y veo tu sonrisa
y tu barba blanca y tu mano fuerte.
Tu mano, que un día, tuyo, y con palabras tuyas,
de alguien se despedía desde un golfo perdido,
en ese momento en que aprendías a estar solo,
viendo los distantes navíos, los amantes en las playas,
los pescadores moviendo sus barcas hacia las olas. Eras el que sabía avanzar con su vida,
entre las cosas que están aquí,
para el hombre, para el que vive, para el que se debate.
Las cosas que están aquí sobre la tierra,
y pasan junto a nosotros para habitar en la memoria
y edificar nuestra existencia resonante.
Vienen de ti mi afán y mis palabras,
y es tu sangre la que dice con mis labios:
hierro, pan, campana, frente, piedra, flor, caballo,
casa, sartén, naranjo, césped vespertino,
romero, yerba, clavo, cayena y astromelia.
Y está aquí mi existencia con hijos en las horas,
con hijos que me llaman en las horas,
buscándose a sí mismos en las horas.
Y estoy aquí para llevarles pan,
y andar por la ciudad con mi destino,
correr entre relojes con mi angustia,
y contemplar los astros, y mirarme las uñas,
y gritar hacia adentro y hacia el mar,
y hacia la noche, y hacia mi madre,
y hacia los grandes estremecimientos del mundo.
Y estoy aquí buscando las respuestas de mi sangre
los signos solitarios que me hieren,
mis huellas que me siguen en la tierra,
mis huellas que vienen de tu vida,
padre mío, padre de mi pesadumbre.
Y de mi poesía.
XXVI
Aquí donde el caballo le da un trono al mendigo
entre los tapices cárdenos de la tarde,
aquí donde la hora sella labios malditos,
levantando humaredas, viviendas fantasmales,
aquí los gritos caen, las blasfemias, los llantos.
¿Queréis ser los arrepentidos?
Aquí ni la palabra ni el gesto nos sostienen,
y los huesos encuentran su tenebroso espejo.
Aquí sólo el misterio puede encender su lumbre
y acoger nuestro fin con brillos de azucenas.
Mirad aquí los cráneos,
las blancas calaveras que se enturbian,
las frentes bajo los días de lluvia,
las frentes rodando,
esperando las guitarras y la danza.
Se apoyan a las piedras con su reír eterno.
Miradlas. Tan parecidas a vosotros.
¿Recordáis vuestro aposento,
vuestras oscuridades, vuestras monedas,
vuestras manos ensangrentadas?
Miradlas con sus frentes de frío y de tiniebla.
Bajo la noche.
Ellas nos esperan en el temblor de la sagrada sombra,
ante el que pasa indiferente al lado del mendigo.
XXVII
Hijo desencadenado soy,
furia reconquistada,
ensoñación ante las puertas sagradas.
El resplandor ha coronado mi frente,
y la cumbre derrama sus hielos bajo el sol.
Oye mi soledad cuando te llamo
desde los precipicios.
Escucha las campanas siderales
doblando sobre las aldeas crepusculares.
XXVIII
Tú, que me lanzaste sobre la tierra y hacia la nada,
desde el círculo incendiado de tus experiencias,
desde todas las puertas cerradas,
desde la calles perdidas,
desde los perros que aúllan frente a los cadáveres,
desde los puertos que inflaman
sus alcoholes en la noche,
desde la pobreza que va huyendo por las callejuelas,
desde las mañanas, desde aquel cielo de samaritanas,
desde aquellos cerezos temblorosos,
a cuya sombra mi madre
esperó que yo viniese de ti como el sencillo regalo de un pobre;
tú, junto a ella, levantas mi sombra
en los valles de mi propio corazón.
XXIX
Arden puertas oscuras hacia el fondo
de muros solitarios,
hacia la escala antigua de Jacob.
Resbalan las maderas, los metales,
cayendo en las tinieblas como lenguas,
en la sangre que hierve,
hacia rostros oscuros,
y aquí, junto a mi alma,
se abren flores azules
en medio al resplandor.
Detrás están las llamas saliendo de la madera,
detrás están los vientos de las constelaciones.
Una espada, una espada, una espada que brilla
derriba un árbol negro.
Ahí va como un río el mármol por la noche,
y resuenan las voces
de las almas que llegan al panteón nocturno.
XXX
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.